En octubre de 1997, el señor David Cline, quien era maestro de educación física y entrenador del equipo de béisbol en el colegio donde trabajaba, les impartía clases de manejo a dos señoritas del colegio. Mientras iba manejando una de estas señoritas, un carro se acercó y les cortó el paso. Así se presentó una oportunidad propicia para dar una enseñanza sobre la imprudencia, y la importancia de la cortesía en las calles. Pero el señor Cline se enfureció, y le ordenó a la señorita que estaba manejando que siguiera al carro que había cometido la ofensa.
Alcanzaron al otro carro en un semáforo, y el señor Cline se bajó del carro y corrió hacia el primer carro para hablar con el conductor. Hubo una discusión, y el señor Cline le pegó al otro conductor en la cara. Cuando el semáforo se puso en verde, el señor Cline, con la ira todavía no descargada, volvió a ordenar a la estudiante que persiguiera al conductor del primer carro. La obligó a manejar a una velocidad tan alta que un carro patrullero interceptó al carro en que viajaba el señor Cline con las dos alumnas. Salieron a la luz los detalles del acontecimiento y el señor Cline fue detenido y luego destituido de sus cargos docentes.
¿Quién se atreve a medir el poder destructivo del enojo descontrolado? El enojo y su prole (la amargura, el resentimiento, la violencia, la venganza, el abuso verbal y físico, etc.) puede destruir familias, iglesias, empresas, y hasta naciones enteras. La palabra de Dios declara en forma directa que “la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20). Sin embargo, son muchos los cristianos que viven bajo el dominio del enojo, ya sea en forma abierta u oculta. Seguir Leyendo
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